3.12.14

Información asimétrica y elecciones

Jurgen Schuldt


Doctorado en el MIT, alumno de Paul Samuelson y Robert Solow,  George Akerlof inició su carrera académica en la Universidad de Berkeley a los 26 años. En vez de especializarse en lo que entonces se denominaba “alta teoría”, prefirió concentrarse en el estudio de los mercados de automóviles de segunda mano, esfuerzo entonces considerado fútil y hasta frívolo.  Redactó un artículo que lo llevó a una conclusión aparentemente obvia: que los vendedores de vehículos usados (“lemons”, en la jerga estadounidense) tienen bastante más conocimiento del estado y calidad  de los carros que vendían, que sus compradores potenciales. Lo que hace que la compra de un cacharro de ese tipo sea algo muy riesgoso, problema más que evidente en nuestro medio. 

Un año después, Akerlof envió el artículo a las tres más prestigiosas revistas científicas de economía. Una tras otra lo rechazaron,  básicamente por el mismo motivo: Que no publicaban artículos que trataban materias tan triviales, según la misiva que recibió del “American Economic Review”. A pesar de ello, volvió al ataque, enviándoselo al “Quarterly Journal of Economics”, que se lo publicó en 1970… un muy buen regalo para quien recién cumplía los 30. Desde entonces es uno de los artículos más citados en las revistas académicas. ¿A qué atribuir semejante fenómeno, por el que –de paso sea dicho- Akerlof recibió el Premio Nobel en Economía 2001 (compartido con Michael Spence y Joseph Stiglitz)? 

Su mérito consistió en haber detectado que la información incompleta o sesgada sobre la incierta percepción de la calidad de lo que se transa entre agentes económicos es bastante más común de lo que se cree, por más libres y competitivos que sean los mercados. Anomalía que se da en los mercados más variados e importantes, tales como: en el de los servicios financieros, en que los bancos saben menos sobre la capacidad de pago que los prestatarios; en el de trabajo, donde los empleadores saben poco de las capacidades de los que aplican a un puesto; en el inmobiliario, donde el comprador puede sorprenderse por los defectos de lo que adquirió; en el de capacitación o educación superior, en el que los que se inscriben en institutos técnicos o universidades no tienen idea de la calidad de los profesores; en el de los postgrados, en el que los que aceptan a candidatos al MBA apenas intuyen el potencial de los postulantes; en el de los seguros de salud, que sólo tienen un conocimiento superficial de los que optan por una póliza;  etc. 

De manera que, desde ambos lados del mercado, sea del de los vendedores, como del de los compradores, puede existir un gran vacío relativo o diferencial de información de una de las partes. Esto es lo que se conoce como “información asimétrica”, la que puede resultar de datos no disponibles, erróneos o distorsionados de una de las partes que intervienen en la compra-venta. Uno de los agentes no tiene la posibilidad de confirmar la veracidad (a menudo escondida o no expuesta) de la generalmente incompleta o fraguada información de que dispone para decidirse. 

Pero aventurémonos a detectar qué tan  bien que se aplica el principio de “asimetría informativa” al campo político, ahora que se están calentando los motores para las próximas elecciones. En este caso los “vendedores” son los candidatos a los miles de cargos a cubrir, buena parte de los cuales están perfectamente informados sobre sus muy claros objetivos personales para candidatear, sus supuestas capacidades (al margen de algún título inexistente) y sus leves defectos (algunas estafas y uno que otro juicio). Los “compradores” somos los votantes que supuestamente conocemos sus objetivos (sí, ¨servir a la Nación”), sus capacidades (trabajador, cumple lo que promete) y sus debilidades (roba, pero hace obra) de cada candidato y por lo que votamos desinformada e ingenua o forzosamente por él (me incluyo).

De donde se desprende que uno de los múltiples factores que deberían darse para que el “mercado político” peruano y, por tanto, la democracia funcione adecuadamente en el país, debería consistir en reducir –utópico sería decir, eliminar- la información asimétrica. Quizás ello permita que los partidos políticos y, después, nosotros mismos, escojamos mejor informados -confirmación y acreditación de por medio- a nuestros representantes. 

Sin embargo, como los políticos son parte del problema, más que de la solución, las medidas para afrontar este complejo desafío se las dejamos al ingenio de politólogos y abogados. Téngase presente que en las transacciones entre compradores-vendedores de bienes y servicios hay una serie de mecanismos para suavizar o eliminar la asimetría mencionada para que los mercados funcionen adecuadamente, tales como: la oferta de garantías de duración del producto; la devolución del dinero si el cliente no está satisfecho (casos como Amazon o eBay); la construcción de una marca sólida que conoce bien y en la que confía el cliente después de haber comprobado sus valía en múltiples ocasiones; etc.

En política, en cambio, no es posible “que nos devuelvan el voto” o nos paguen una compensación, una vez que constatamos que quien fuera elegido por nosotros tenía un currículo mentiroso, algunos secretillos polvorientos y que, además, no cumplía con lo prometido. Tampoco nuestros partidos políticos son una “marca” en la que podamos confiar, porque parecería que –no sólo porque tienen comprometidos “contribuyentes-candidatos” para financiar sus campañas- no estudian meticulosamente el pasado y presente de los postulantes a los que patrocinan como a un cargo en su nombre. De gran ayuda para este propósito, aunque generalmente sus destapes se materializan cuando ya es muy tarde, son los informes del periodismo de investigación, que merecerían bastante más atención y una más generalizada divulgación por parte de los partidos y la ciudadanía. 

De manera que resulta ingenuo que en un país como el nuestro, como opina un electrizado opinólogo, pueda afirmarse que la mayoría somos miembros de un “electArado”. Cuando es bien conocido el “sofisticado” sistema de mercadeo que poseen los partidos y, sobre todo, los candidatos para vendernos un producto a menudo podrido; incluso, aunque sólo sea “sin querer queriendo”.

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