(Perú21, 01/03/2015)
Sería un grave error incrementar el salario mínimo. Los beneficiarios
serían los pocos trabajadores formales, menos del 2% de la PEA,
que estarían afectos al aumento y conservarían sus empleos. Las
víctimas serían los muchos otros trabajadores que seguirían condenados a
vivir sin derechos laborales ni protección social o que saldrían de la
formalidad. La razón es sencilla: no hay aritmética posible que permita
que un trabajador reciba más que su productividad.
El espíritu del salario mínimo es noble: asegurar ingresos “dignos”.
Sin embargo, en la práctica, termina perjudicando a los trabajadores de
menores ingresos, vale decir, precisamente a quienes quiere ayudar.
Ello ocurre porque, en las grandes empresas, los ingresos laborales son
más del doble que el salario mínimo. Por el contrario, en empresas
pequeñas o en las regiones más pobres, como Huancavelica, el ingreso
está por debajo del salario mínimo. No es de extrañar, entonces, que
diversos estudios encuentren que un incremento en el salario mínimo
impulsa la informalidad laboral en las pequeñas y medianas empresas.
Otras víctimas del salario mínimo son los sindicatos. Aumentarlo
reducirá más todavía la cobertura de la negociación colectiva, que hoy
es de tan solo 1.7% de la PEA.
Recordemos, además, que el salario mínimo en nuestro país es
alrededor de 2/3 del ingreso per cápita, tan solo por debajo de Ecuador y
Bolivia en la región. En parte, por ello, la informalidad laboral es 20
puntos porcentuales más alta en el Perú que en países de similar nivel
de desarrollo.
El salario mínimo no funciona como mecanismo de redistribución. Si
quisiéramos que las personas menos favorecidas sean subsidiadas, sería
mucho más eficiente utilizar los impuestos indirectos en lugar de
distorsionar más todavía el mercado laboral.
El salario mínimo es un resabio de la tesis marxista del siglo XIX
según la cual las utilidades de las empresas son el resultado de la
explotación del trabajador. El siglo XX ha ilustrado, diáfanamente, el
sonoro y repetido fracaso del marxismo y de la planificación central.
En ese sentido, sacudámonos del fetiche del salario mínimo. Las
leyes no pueden hacer el milagro de multiplicar los ingresos. Si ese
fuera el caso, el camino a la prosperidad estaría a la vuelta de la
esquina. La historia nos enseña que los ingresos aumentan como
consecuencia de la libertad económica, del esfuerzo individual y de la
adecuada provisión de bienes públicos.
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