Juan Mendoza
Gestión, 23/09/2015
Errar es humano. Y es humano también aprender de las malas decisiones. Pero repetir los errores es fácil cuando no sabemos cuáles han sido o cuando dejamos que el paso del tiempo nuble nuestros recuerdos. La reciente obra de Bruno Seminario, “El desarrollo de la economía peruana en la era moderna”, es una notable contribución para evitar transitar por los mismos caminos sin salida del ayer. El texto, fruto de décadas de meticulosa y concienzuda investigación, contiene estimaciones sobre el producto bruto interno y la población del Perú desde 1700. El trabajo de Seminario es un absoluto tour de force para los estudiosos del desempeño económico del Perú en el largo plazo. El propósito de esta entrega es compartir algunas de las impresiones que me deja la revisión del libro.
El aporte central de Seminario es, como hizo Kuznets para los Estados Unidos, haber recopilado información dispersa e inconexa y convertirla en series económicas largas y depuradas. Comenzaré por sugerirle al lector que no se sienta abrumado por las casi 1,300 páginas del texto. La lectura se hace ágil por las numerosas y magníficas tablas y gráficos, y por la fascinación que el descubrimiento del pasado despierta en uno. Y es que al igual que los fósiles se apoderan de nuestra imaginación y nos hacen viajar a tiempos remotos, la rica y cuantiosa información estadística de cada nuevo capítulo transporta nuestra mente al país en que vivieron nuestros antepasados.
Los datos de Seminario nos dicen que el crecimiento sostenido es un fenómeno reciente que, en el caso del Perú, tiene lugar a partir de las primeras décadas del siglo XX. En efecto, antes del siglo pasado había épocas de crecimiento sucedidas por etapas de regresión económica. El ingreso per cápita en 1900, en los primeros años de la República Aristocrática, era similar al de la década de 1760, cuando Amat y Junient gobernaba el Perú encandilado por la Perricholi. Vale la pena recordar que, hasta donde sabemos, ninguna economía europea había experimentado crecimiento sostenido antes de la revolución industrial. Según Angus Maddison, por ejemplo, el ingreso per cápita en Europa en los albores del siglo XVIII no era apreciablemente distinto del de la época de los romanos. El problema es que mientras Europa Occidental comenzó a crecer a mediados del siglo XVIII, el Perú solo lo ha hecho de manera sostenida desde inicios del siglo XX.
De hecho, la lectura del texto ha confirmado una vieja sospecha que abrigaba sobre nuestra historia: El subdesarrollo del Perú tiene larga data y es, esencialmente, culpa de nosotros mismos. En particular, el Perú no era un territorio atrasado durante la época colonial. Por ejemplo, hacia finales del siglo XVIII el ingreso per cápita del Perú era mayor o igual que el de España y alrededor de 3/5 del de Inglaterra. En otras palabras, al final de la colonia, la diferencia entre el nivel de vida del Perú y el de los países más desarrollados no era abismal, como si lo ha sido desde hace décadas. Alguien podría observar, y estaría en la correcto, que no había país en el mundo de hace dos siglos que no fuera pobre y sombrío en comparación a los estándares contemporáneos. El punto es que nuestro país no estaba atrasado en relación a Europa Occidental.
En efecto, el subdesarrollo del Perú se explica, fundamentalmente, por la casi nula expansión en el ingreso per cápita durante los primeros 80 años de vida republicana. El crecimiento promedio anual entre 1821 y 1900 fue de 0.6%. Peor aún, el crecimiento entre 1800, poco antes del proceso de emancipación, y 1890, el final del gobierno de reconstrucción de Cáceres, fue negativo e igual a -0.3%. Así, para un peruano de fines del siglo XIX, la frase “todo tiempo pasado fue mejor” hubiese sido apropiada. La lección que deberíamos aprender es que el subdesarrollo de nuestro país es responsabilidad de nosotros los peruanos y no de los extranjeros. Ha sido durante la época republicana, en especial al inicio de la misma, que el estándar de vida relativo del Perú pasó de ser de uno comparable al de un país europeo a uno similar al de los territorios atrasados del orbe. Por supuesto, lo más fácil es siempre culpar a los otros de las propias desventuras. Pero, en el caso del desarrollo económico, los culpables somos nosotros mismos. Los datos de Seminario rechazan las hipótesis que la causa del subdesarrollo del Perú se encuentra en la colonización española o en el accionar del capital estadounidense en el siglo XX.
Pero ¿qué hemos hecho o qué hemos dejado de hacer para convertirnos en un país sub-desarrollado? ¿Por qué no podemos abandonar el subdesarrollo cuando países alguna vez más pobres, como Singapur o Corea del Sur, lo han conseguido? ¿Estamos condenados a tener siempre un ingreso per cápita mediocre? Sin duda todas estas son preguntas harto difíciles. Con todo, pienso que ha habido dos factores fundamentales que explican nuestro atraso pertinaz. El primero es la fortaleza del Estado (o más bien la ausencia de la misma) y su capacidad de provisión de bienes públicos. El segundo ha sido el intervencionismo estatal que ha interferido con la iniciativa y la eficiencia privadas.
Considero que la debilidad del Estado es la explicación central del lamentable desempeño económico del Perú, en particular al inicio de la vida independiente. El problema es que, a diferencia de los países que vivían en la periferia de la América española, el Estado colonial fue completamente destruido por el proceso emancipador que sacudió a la región. El fin de la administración colonial representó el colapso de las instituciones estatales, las que tuvimos que re-fundar luego que los ejércitos extranjeros (que supuestamente nos liberaron) abandonaron el Perú a fines de la década de 1820. Conviene recordar que mientras el ejército “patriota” estaba compuesto en su mayoría por colombianos, chilenos y argentinos, el grueso del ejército “realista” era peruano. Al contrario de lo que muchos podríamos creer, la independencia fue la primera guerra que perdimos.
La independencia fue una catástrofe macroeconómica. De acuerdo a Seminario, el ingreso per cápita se contrajo en más de 70% entre 1808 y 1822. Peor aún, mientras el Estado español había mostrado notable eficiencia en defender el territorio peruano, el Estado republicano abandonó la arquetípica función pública de seguridad externa e interna, vale decir la razón misma por la que un hombre libre aceptaría la existencia de un poder centralizado. Así, mientras España pudo defender con éxito al Perú durante casi 300 años del apetito de Francia e Inglaterra, los peruanos fuimos incapaces de defender nuestro territorio de nuestros vecinos. No una sino varias veces, durante el siglo XIX, fuimos invadidos, perdiendo en el proceso cerca del 40% del territorio que tenía el virreinato del Perú poco antes de la independencia. La incapacidad de nuestro Estado para protegernos fue tal que incluso nuestra capital, la antigua joya de la corona española, fue ocupada por el ejército chileno entre enero de 1881 y octubre de 1883.
La debilidad del Estado republicano significó, en marcado contraste con el Estado colonial, inestabilidad política e ineficiente provisión de defensa nacional. Y esta debilidad institucional le costó caro al país. No fue sino hasta el primer gobierno de Castilla, casi 25 años luego de la proclamación de la independencia, que el país tuvo cierto grado de estabilidad política. Pero la incapacidad del Estado de proteger las fronteras del país tuvo su máxima expresión en la derrota en la Guerra del Pacífico. Todo hombre de bien quisiera que la violencia entre las naciones estuviera para siempre en el pasado. Pero vale la pena recordar la factura que nos dejó la improvisación en la provisión de defensa nacional. Más allá de la pérdida de Tarapacá, la Guerra con Chile representó el mayor desastre macroeconómico de la historia del Perú. Entre 1879 y 1883 el ingreso per cápita se contrajo en cerca de 80%.
El segundo factor que, en mi opinión, explica nuestro subdesarrollo es las numerosas ocasiones en que hemos adoptado políticas intervencionistas que alejan al mercado de la asignación de recursos. Todos los economistas aprendemos en el primer curso de economía que los mercados suelen ser eficientes cuando se les deja operar. Nos enseñan que el precio de equilibrio es el resultado de igualdad entre la oferta y la demanda. También aprendemos que fijar precios fuera del equilibrio origina mercados negros o escasez. Sin embargo, por alguna curiosa e indescifrable razón, muchos de nosotros olvidamos estas lecciones esenciales de la teoría de precios cuando diseñamos políticas públicas. De pronto, probablemente imbuidos de buenas intenciones, queremos diversificar la economía cambiando los precios relativos, desarrollar la agricultura con subsidios, aumentar el crédito con la banca de fomento, incrementar la productividad mediante la reforma agraria, o industrializarnos a través de aranceles altos.
Pero los datos nos dicen que el fracaso monumental de la planificación central no fue una casualidad. En nuestro propio país, la evidencia sugiere que la tasa de crecimiento de la economía es apreciablemente mayor cuando abandonamos nuestras tendencias intervencionistas y dejamos que los mercados operen. Por ejemplo, la tasa de crecimiento del ingreso per cápita durante el gobierno de Odría, en que primaba la libertad económica, fue de 3.8%. Asimismo, desde 1990, en que nos vimos forzados a privatizar las numerosas empresas públicas y a llevar a cabo reformas de mercado, el ingreso per cápita ha crecido cerca de 3.5%. Por el contrario, entre 1968 y 1990, entre Velasco y el primer gobierno de García, el ingreso per cápita se redujo en poco más de 1% como promedio anual. Tengamos presente esta dolorosa lección: la libertad económica lleva al desarrollo mientras que la planificación central es garantía de estancamiento o regresión económica.
Los griegos creían que al sumergirse en las aguas del río Leteo, a la entrada del infierno, las almas olvidaban, en un instante y para siempre, todos sus recuerdos, sus odios y afectos, sus penas y alegrías. Pero sería un suicidio para un país olvidar sus errores macroeconómicos. El libro de Seminario es un espléndido aporte a la memoria colectiva sobre la economía peruana.
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